SAN ANSELMO DE CANTERBURY
De la catequesis de S. S. Benedicto XVI
en la audiencia general del miércoles 23-IX-2009
Monje de intensa vida espiritual, excelente educador de jóvenes, teólogo con una extraordinaria capacidad especulativa, sabio hombre de gobierno e intransigente defensor de la libertad de la Iglesia, san Anselmo es una de las personalidades eminentes de la Edad Media, que supo armonizar todas estas cualidades gracias a una profunda experiencia mística que guio siempre su pensamiento y su acción.
Nació en 1033 en Aosta, primogénito de una familia noble. Su padre era un hombre rudo, dado a los placeres y dilapidador de sus bienes; su madre era mujer de elevadas costumbres y de profunda religiosidad, y fue quien cuidó de la primera formación humana y religiosa de su hijo. A la edad de quince años pidió ser admitido en la Orden benedictina, pero su padre se opuso con toda su autoridad. Después de la muerte de su madre, Anselmo atravesó un período de disipación moral: descuidó los estudios y, arrastrado por las pasiones terrenas, se hizo sordo a la llamada de Dios. Se marchó de casa y comenzó a viajar por Francia en busca de nuevas experiencias. Después de tres años, al llegar a Normandía, se dirigió a la abadía benedictina de Bec, atraído por la fama de Lanfranco de Pavía, prior del monasterio. Para él fue un encuentro providencial y decisivo para el resto de su vida. Bajo la guía de Lanfranco, san Anselmo retomó con vigor sus estudios y en poco tiempo se convirtió no sólo en el alumno predilecto, sino también en el confidente del maestro. Su vocación monástica se volvió a despertar y a la edad de 27 años entró en la Orden y fue ordenado de sacerdote. La vida ascética y el estudio le abrieron nuevos horizontes, haciéndole encontrar de nuevo, en un grado mucho más alto, la familiaridad con Dios que había tenido de niño.
Cuando en 1063 Lanfranco se convirtió en abad de Caen, san Anselmo fue nombrado prior del monasterio de Bec, y en 1079 lo eligieron abad. Entretanto numerosos monjes habían sido llamados a Canterbury para llevar a los hermanos del otro lado del Canal de la Mancha la renovación que se estaba llevando a cabo en el continente, y Lanfranco de Pavía se convirtió en el nuevo arzobispo de Canterbury. Éste le pidió a san Anselmo que pasara cierto tiempo con él para instruir a los monjes y ayudarle en la difícil situación en que se encontraba su comunidad eclesial tras la invasión de los normandos. La permanencia de san Anselmo se reveló muy fructuosa y, a la muerte de Lanfranco, fue elegido para sucederle en la sede arzobispal de Canterbury.
San Anselmo se comprometió inmediatamente en una enérgica lucha por la libertad de la Iglesia, manteniendo con valentía la independencia del poder espiritual respecto del temporal. Defendió a la Iglesia de las indebidas injerencias, encontrando ánimo y apoyo en el Romano Pontífice, al que siempre mostró una valiente y cordial adhesión. Esta fidelidad le costó, en 1103, incluso la amargura del destierro de su sede de Canterbury. En 1106, san Anselmo pudo volver a Inglaterra y concluyó la larga lucha que libró con las armas de la perseverancia, la valentía y la bondad. Dedicó los últimos años de su vida sobre todo a la formación moral del clero y a la investigación intelectual sobre temas teológicos. Murió el 21 de abril de 1109.
«Dios, te lo ruego, quiero conocerte, quiero amarte y poder gozar de ti. Y si en esta vida no soy capaz de ello plenamente, que al menos cada día progrese hasta que llegue a la plenitud» (Proslogion, cap. 14). Esta oración permite comprender el alma mística de este gran santo, fundador de la teología escolástica, al que la tradición cristiana ha dado el título de «doctor magnífico», porque cultivó un intenso deseo de profundizar en los misterios divinos, pero plenamente consciente de que el camino de búsqueda de Dios nunca se termina, al menos en esta tierra. La claridad y el rigor lógico de su pensamiento tuvieron siempre como objetivo «elevar la mente a la contemplación de Dios». Afirma claramente que quien quiere hacer teología no puede contar sólo con su inteligencia, sino que debe cultivar al mismo tiempo una profunda experiencia de fe. Para quien quiera profundizar en ella, siguen siendo muy útiles también hoy sus célebres palabras: «No busco entender para creer, sino que creo para entender» (ib., 1).
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